lunes, 17 de agosto de 2009

Watchmen IX


El pasado de Laurie Juspeczyk -la segunda Silk Spectre- había sido el que menos se había explorado hasta el momento. En este capítulo se ahonda un poco más en él, mostrándose varios eventos en los que vemos a Laurie en su proceso de convertirse una vigilante: primero está el recuerdo de niñez, en donde Sally Jupiter discute con su esposo, revelándosenos que no hay seguridad de quién es el verdadero padre de Laurie -aunque ella sospecha que es Hooded Justice. Luego vemos a una joven Laurie en medio de una preparación física a la que la ha inclinado su madre, y encontrándose con los antiguos vigilantes -los Minutemen-, en donde se revela, una vez más, la profundísima y limitadísima humanidad que invade a unos sujetos que alguna vez se hicieron pasar por ‘superhéroes’. Quien fue Captain Metrolpolis se ve como un hombre tímido y bastante estúpido (se sabe que luego murió decapitado en un accidente automovilístico). Byron Lewis, quien fuera Mothman, es un hombre claramente abandonado a la locura, no pudiendo siquiera sostener un vaso de agua entre sus manos. Laurie queda impresionada y disgustada por todo esto, pero aun así continúa con el plan de su madre, que la lleva a la reunión con Captain Metropolis, cuando intenta formar, con los nuevos vigilantes, el grupo ‘Crimebusters’. Acá Laurie tiene su primer encuentro con el Comediante, a quien luego se encontrará en una fiesta en su honor, ya habiendo leído el libro de Hollis Mason, en donde se lo acusa de haber intentado violar a Sally Jupiter. Todo esto, por supuesto, sirve para mostrar el conflicto en el que vive Laurie Juspeczyk, al concluirse -al final del capítulo- que su verdadero padre no sería otro que el propio Comediante.

La reacción de Laurie ante tal noticia provoca un cambio de opinión en Dr. Manhattan, quien hasta eso se había mostrado totalmente indiferente a la humanidad, a pesar de que Laurie intentaba convencerlo de que toda ella estaba en grave peligro, y a pesar de que Manhattan decía ver en el futuro calles llenas de cuerpos muertos. Aquí está el otro aspecto importante de este capítulo: se sigue dando muestras de la condición ontológica especial de Manhattan, quien sigue mostrándose como una conjunción entre el punto de vista absoluto y un punto de vista particular. Esto está perfectamente explicado por él mismo, cuando da a entender que todo está predeterminado, y que por lo tanto todos son especies de títeres dominados por la causalidad. Manhattan se describe a sí mismo como no más que un títere que puede ver las cuerdas, y por lo tanto como un punto de vista que puede ver en todas las direcciones, pero que sigue partiendo de un lugar en específico. Manhattan está sometido a la contemplación objetiva y al condicionamiento del devenir del ser humano a la vez. Esto se revela, por ejemplo, en el hecho -bastante sarcástico a mi parecer- de que puede llevar sin problemas a otro ser humano hasta Marte, estando conciente de lo que va a pasar ahí -tal como ya comenté antes- pero aun así olvidando realmente el detalle de darle aire a Laurie, quien no puede respirar con naturalidad en un planeta sin la atmósfera de la tierra. Ahí está plasmada a la perfección la condición de Manhattan -entre lo absoluto y lo relativo-: sabe todo lo que le va a pasar, y aun así es capaz de olvidar.

Así pues, Manhattan es capaz de darse cuenta que antes estuvo equivocado, cambiando de opinión ante las circunstancias que se le presentan (circunstancias que sabe que se le van a presentar). El cambio de opinión de Manhattan es muy especial. Obviamente, desde su constante apreciación de los fenómenos de la realidad como no más que eventos físicos, la noción del ‘milagro’ (en el sentido wittgensteniando, de aquello que asombra y trasciende) no es algo que Manhattan conciba como algo posible o aceptable. Sin embargo, tras la conversación con Laurie, y tras ver el desenlace desesperado en el que ella desemboca -al enterarse de la identidad de su padre-, Manhattan dice haber comprendido una noción del milagro, en la que la vida de cada ser humano se presenta como un evento milagroso merecedor de valor y de asombro. Aquí, a mí me es imposible no relacionar esto con un tema que es de mi especial interés: el del asombro del acercamiento científico -aquel que niega Wittgenstein. Manhattan se acerca al fenómeno de la vida sin ningún rastro de misticismo, y sin embargo con total conciencia del evento extraordinariamente complejo y único que se está dando. Esta es una mirada asombrada que se acerca con los ojos del científico, del examinador, muy diferentes a los ojos de la contemplación estética. Y precisamente, por tal diferencia, puede generarse el asombro de un modo riquísimo, en donde lo poético y lo analítico se nutren lo uno a lo otro. Manhattan se asombra con todas las posibilidades que se pierden para que un sujeto en particular haya llegado a estar vivo, todos los eventos aislados y aparentemente arbitrarios que se tienen que dar para que para alguien nazca. Que un solo -y precisamente ese- esperma llegue a un óvulo, de entre el millón que son; que los propios ancestros hayan sobrevivido; que se hayan conocido; que hayan tenido precisamente tal hijo y en tal momento; que la madre haya amado al padre, cuando no hay ninguna razón para que no lo pueda haber odiado; etc. Este, dice Manhattan, es el milagro que no se suele tomar en cuenta y que él mismo no tomó en cuenta; lo cito: “The world is so full of people, so crowded with this miracles that they become commonplace and we forget… I forget. We gaze continually at the world and it grows dull in our perceptions. Yet seen from another’s point, as if new, it may still take the breath away.” Esto es a lo mismo a lo que apunta Richard Dawkins cuando dice que hay “una anestesia de la familiaridad, un sedante de la cotidianidad, que embota los sentidos y nubla la maravilla de la existencia”. Por ello, siendo conciente del mismo milagro que Manhattan ha descubierto en el fenómeno de la vida, Dawkins dice que “vamos a morir, y esto es una suerte.”

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