viernes, 13 de febrero de 2009

Bien muerta

Y otro más...

Bien muerta

Nadie paraba de correr a mi alrededor por toda la habitación. Algunos avanzaban arrodillados y rezaban en su nombre para que no les hiciera daño. Yo me quedé parado observando su soberbio vuelo. Agitaba sus alas como si fueran enormes, como si pudiera derrumbar las cuatro paredes con ellas. Yo apenas las vi pensé que eran las más pequeñas y livianas que había visto en mi vida. Sin embargo, el embriagador miedo de la gente que tenía alrededor comenzaba a hacer que viera a las alas cada vez más grandes. Nadie se mantenía quieto y de cuando en cuando alguien que pasaba por mi lado, me miraba y me gritaba: “¡corre!, ¡corre!, ¡porqué no corres!, ¡no te das cuenta que tenemos que correr!, ¡corre en su nombre!, ¡corre para que nos mantenga con vida!” Entonces, yo dudaba un instante y me disponía a correr, pero hasta el momento siempre había logrado detenerme, abrir bien los ojos, observar su fealdad y su pequeñez, y tranquilizarme. De pronto, un anciano se me acercó furtivamente, se tiró al suelo y me abrazó las piernas llorando. “¿Usted puede calmarla? ¡Cálmela por favor! ¡No deje que nos castigue!” Yo lo miré y me agaché para ponerme a su altura. “¿Porqué le tienen tanto miedo?” le pregunté. “¡Por sus alas! ¡Por su grandeza! ¡Por su poder infinito!” me contestó. “¡Pero si es tan pequeña!” le dije. “¡No! ¡Silencio! ¡No diga eso! ¡La hará enfadar!” Entonces, me soltó y siguió corriendo hacia todos lados junto a los demás. En ese momento, la cucaracha posó su pequeñez en una de las paredes. Todos se detuvieron, la miraron y se alejaron de ella lentamente. Nadie se atrevía a hablar, todos la miraban con rostro asustado y algunos susurraban súplicas para que ella les tuviera piedad. Yo, tras mirarlos extrañado, volví mis ojos hacia la cucaracha. Estaba enorme, grandísima, sus alas brillaban y sus patas se habían alargado de modo que parecían ocupar casi toda la pared. “¡Pero no puede ser!” pensé. “¡Si hace unos segundos era tan pequeña!” Comencé a caminar hacia ella para verla más de cerca y comprobar la transformación. Avancé lentamente, tratando de no hacer ningún ruido, no quería que alce su vuelo otra vez y provoque el desorden de antes. Me acerqué al fin lo suficiente y mi mirada se posó atentamente en ella cuestionando su tamaño: era pequeñísima otra vez. “¡Cucaracha farsante!” grité. Más de uno comenzó a llorar atrás mío. Algunos comenzaron a gritar sus rezos. Entonces, me di vuelta furioso: “¡Basta! ¡Porqué le tienen tanto miedo a esta maldita cucaracha!” El anciano que se había echado a mis pies avanzó hacia mí y me gritó: “¡Desalmado!” En seguida todos le siguieron en coro. “¡Desalmado! ¡Desalmado!” Algunas señoras se jalaban los pelos; una en particular comenzó a golpear su cabeza contra la pared mientras gritaba “¡Castíganos! ¡Castíganos a todos!” Cuando yo intenté acercarme a ella para que detuviera su locura, la cucaracha alzó vuelo otra vez. Caos. Me uní a él. Comencé a correr furioso entre todos. Al principio no tenía ninguna ruta a seguir, simplemente corría tratando de chocar contra todo aquel que pasara delante mío. Luego, vi a la cucaracha pasar por mi lado. Comencé a perseguirla. Lo hice descontroladamente. Trataba de tocarla con mis manos pero cada que estaba a punto de hacerlo alguien se cruzaba en mi camino y provocaba que me aleje de ella. Creo que pasaron varios días para que la maldita decidiera al fin posarse otra vez sobre una de las paredes. Todos se detuvieron, igual que la vez pasada. Yo también lo hice, me agaché y me saqué el zapato. Me acerqué a la voladora y sin pensarlo dos veces la aplasté con todas mis fuerzas. Cuando separé el zapato de la pared ella había quedado pegada a él. Sólo quedaba una especie de pus asqueroso en la planta. Una de las patas aun se movía, así que chanqué el zapato contra el piso varias veces, para matarla definitivamente y para despegarla de ahí. “Bien muerta” dije. Me puse de nuevo el zapato y me paré. Giré, miré a la gente y recién me di cuenta del silencio absoluto que se había apoderado de la habitación. El anciano se había desmayado al fondo y nadie le prestaba ayuda, todos estaban ocupados mirándome con ojos absortos. Nadie parpadeaba, nadie respiraba. Todos me observaban temblando y con la boca abierta.

Supe entonces que yo era el siguiente.

3 comentarios:

Schizoidman dijo...

"la cucaracha ya no puede caminar, por que le falta, por q no tiene, una patita de atrás"

Elvis Christo dijo...

Ayax... mata este tipejo...AHORA!!!

R.M.O. dijo...

ciertamente merece la más vil, lenta y tortuosa de las muertes.